Cualquiera de nosotros hemos vivido dos roles propios de nuestra era: el de cliente y el de proveedor. Cuando estamos interpretando el de cliente-consumidor muchas veces, si tenemos suerte, nos topamos con personal amable, educado y con ganas de servirnos y dejarnos muy satisfechos. Sin embargo, hemos constatado que a pesar de ser grato el recibir un trato amable, nuestra satisfacción también depende de la capacidad que tenga el personal que nos atiende para resolver nuestros problemas.
Esta "capacidad" para atender y resolver los problemas de los clientes no es resultado de la casualidad, ni siquiera de la capacidad intelectual y/o actitudinal de las personas, sino que tiene mucho más que ver con la decisión de la alta gerencia de facultar y "empoderar" al personal mediante la re-ingeniería de procesos y procedimientos.
Otorgar la autoridad necesaria para que el personal que atiende al cliente pueda y se sienta responsable exige voluntad y creatividad de la alta gerencia, quien no pocas veces prefiere correr altos riesgos financieros antes que diseñar un sistema administrativo que cubra todos los aspectos necesarios para satisfacer a los clientes tanto por la actitud positiva de los empleados como por la alta capacidad que muestran para atender y resolver problemáticas o resolver conflictos.
Por supuesto que en muchas empresas y organizaciones medianas y grandes, sobre todo, pareciera que existe una costumbre implícita de contratar al personal de menor escolaridad o con competencias francamente promedio para atender al cliente; esta práctica se suma a que no suelen tampoco contar con manuales de proceso y procedimientos para que el personal sepa cómo otorgar un trato de excelencia al cliente.
Sin una estructura orientada realmente al consumidor, al cliente, las sumas invertidas en capacitación, pueden ser sólo un gasto sin repercuciones reales en la re-compra y por supuesto en las utilidades de las empresas.
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